Poco se sabe de los intrincados mecanismos del cerebro, pero sí sabemos de qué modo podemos nutrirlo para que el coeficiente intelectual alcance sus máximos niveles. Los nutricionistas han logrado, en este campo, la confección de normas precisas y concretas.
Ten en cuenta, ante todo, que el cerebro consume un 20% de las calorías
que ingerimos y que su “carburante” específico es la glucosa. Se precisa un
mínimo de 4 gramos a la hora —el equivalente a un terrón de azúcar— para que no
disminuya el grado normal de lucidez. El cerebro se ve obligado a fabricar
glucosa, cuando no la encuentra en los alimentos, a partir de las grasas de
reserva existentes en el organismo y, en último extremo, a partir de las proteínas
constitutivas de las células de otras partes del cuerpo (como los músculos).
Sin embargo, constituye un grave error atiborrarse de dulces con la
excusa de cargar el depósito de las neuronas: conseguirás engordar, pero no por
ello aumentará la brillantez de tu mente. La glucosa contenida en el azúcar es
de efecto rápido, pero el cerebro prefiere una combustión más lenta, de modo
que es más aconsejable la utilización de azúcares lentos, como los contenidos
en las féculas y legumbres secas, patatas, castañas, pan integral o frutas
frescas.
Como cualquier otro órgano, el cerebro también necesita grasas. Los
ácidos grasos poliinsaturados constituyen una protección idónea para las
membranas cerebrales. Se encuentran en los aceites elaborados con soja y
girasol. Conviene alternar ambos tipos de aceite y no reducir la dieta en ese
campo sólo al aceite de oliva.
Todos los nutrientes son esenciales
Una alimentación rica en proteínas (pero no circunscrita a las mismas)
es fundamental, dado el importante papel que juegan como agentes de
comunicación entre las neuronas. Las proteínas de origen animal deben
privilegiarse sobre las de origen vegetal, puesto que las primeras son
asimiladas directamente, mientras las segundas requieren un proceso de
readaptación para ser útiles al organismo.
Las vitaminas deben considerarse como una especie de “llaves” de
procesos bioquímicos sin los cuales el cerebro no puede alcanzar su nivel
óptimo de eficacia. La vitamina A o retinol, contenida en las zanahorias, las
espinacas y el aceite de hígado de bacalao, favorece la visión nocturna y la
renovación de los tejidos. Una carencia de vitamina B, que se encuentra en la
levadura de cerveza y en el germen de trigo, puede provocar estados de
depresión, mientras que a la vitamina C (naranjas, limones) se le asigna un
importante papel en el nivel de actividad química de las neuronas. Una dieta
rica en frutas colabora de manera directa en la agilidad mental del individuo.
Atención especial merecen, finalmente, los minerales; sin sodio y sin
potasio no hay trasmisión nerviosa posible; la falta de hierro provoca falta de
oxigenación cerebral; el magnesio (avellanas, cacao) es un excelente sedante, y
el zinc es responsable del buen funcionamiento del olfato, el gusto y la
capacidad de aprendizaje.
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